Llegaba de la sierra, en los efluvios de la brisa, todo ese misterio de la noche que llena de superstición las almas.

Una música lejana, triste y lúgubre, repercutía de cerro en cerro y bajaba hasta la playa, vencida ya por las olas que golpeaban las peñas.

Eran oscuras notas del camó, sonatas de quejas y melancolía cantos anhelantes con que las flautas de los indios sumidos parecían llorar la endecha de su raza vencida.

Al conjuro de estas flautas invisibles la noche se había tornado pálida y bañaba con luz mortecina las sombras cobrizas de los indios, que iban apareciendo uno a uno, avanzando en filas, silenciosos, la mirada baja para no dejar leer sus pensamientos. Caminaban con paso uniforme y ríttmico, pisoteando el sueño como en una de sus danzas sagradas.

Aquella noche, noche medrosa, la espera iba echando a todo el mundo fuera de sus casas. Se reunían en grupos, se hablaban en voz baja, se interrogaban con la mirada. La calle que conducía a la pequeña cresta estaba llena de gente.

¿Nada todavía?

- !Nada!

Todos esperaban. A lo lejos las últimas olas del reflujo del mar arrastraban las piedras de la playa.

De la montaña llegaba confuso el rumor de la vida animal que se recogía. Aún estaba claro, con esa claridad muriente que se diluye a la proximidad de las sombras. Una gran paz envolvía las cosas. El aire sonoro amplificaba los ruidos , cada vez más y más raros.

De repente, todos los oídos se aguzaron. "Se diría que ya llegó", dijo alguien.

No se veía nada aún, pero todos escuchaban como si su cuerpo entero no fuera más que un solo oído. De lejos llegó un lamento partido, como el grito desesperado y lúgubre de algo que lloraba en las entrañas.

-!Helo allí! -gritaron todos, movidos por una sola emoción de misterio. Y ahora todos miraban hacia allá, hacia la cresta, cual si las personas no fueran más que ojos fuera de las órbitas.

Y todos vieron erguirse en el vacío la figura luminosa de Vasco Nuñez de Balboa, tendida la mano derecha hacia el Mar del Sur, la izquierda, hacia el Atlántico, como un hombre transfigurado en cruz. A su lado, inmóvil, las orejas erguidas, Leoncico, aullaba, aullaba lúgubremente.

Hubo en seguida un movimiento en la multitud consternada. Todos se apartaban en silencio, respetuosamente, para dar paso a Anayansi.

Caminaba hacia Vasco Nuñez, la vieron perderse como una sombra en las sombras de la noche.

Las olas corrían todavía arrastrando las piedras de la playa. Las palmeras temblaban y se replegaban como si trataran de acurrucarse medrosas en el sudario nocturno.

La luna comenzaba a asomar tras la montaña, como un disco de oro puro brotado del tesoro de Dabaibe.

Octavio Méndez Pereira


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