Capítulo VI

Tauin ( 28 )

KIR Fénix

Manú <144@arrakis.es>

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Súbitamente el ascensor se detuvo; se abrieron las puertas, sólo un momento, el suficiente para que Goreg pudiera escaparse, -se volvieron a cerrar en un par de segundos llevándose hacia Arriba el resto de su divina carga-. Goreg apoyó la espalda en la cerrada contrapuerta, cerró los ojos, boqueó, se secó la frente con un pañuelo, y cuando estuvo en condiciones de mirar al frente vio a Hathor que estaba esperándole en atuendo de carcelera, con un aro lleno de llaves en su mano diestra y un farol de película medieval en su mano izquierda.

Estaban en los sótanos mazmorreros de un inmenso castillo con toda suerte de detalles de los de su especie, -pilares románicos, arcadas góticas, bóvedas de estilos que ni se sabe, antorchas en las paredes -pero apagadas, porque si no no tendría sentido que se alumbraran con un farol-, escaleras de piedra, de caracol y de las otras, puertas secretas y pasadizos, armaduras de guerreros en los rincones, cuadros con retratos inquietantes y cortinajes y tapices más inquietantes todavía, porque cualquiera sabe quién podría salir con un puñal de detrás de ellos, muebles antiguos, candelabros, en fín, de todo.

Hathor, que iba delante, se hacía la coja y la jorobada, renqueando y dando tropezones algunas veces para hacer más verosímil su oficio de carcelera de las antiguas; y Goreg la seguíá, impertérrito y como asustado, a la vez, aunque sean dos cosas totalmente diferentes; se agarraba la gorrilla de pintor cuando tenía que agacharse para pasar bajo un arco demasiado bajo; Hathor, como iba de jorobada no tenía que agacharse, sino que iba certera y cierta como van las palomas mensajeras cuando vuelven al palomar, que no era tal, sino una lujosa estancia encastillada como es debido con todas las comodidades, chimeneas incluidas, cuatro, una por pared, y enmedio una gran mesa, pero al lado de la mesa y bastante lejos -porque el salón era grandísimo- un tresillo de cuero de los caros, formado por un sofá de cuatro cuerpos, dos sillones y una mesita enmedio para las copas y los ceniceros.

Nada de anacronismos, puesto que los dioses han fumado siempre, pues ellos mismo son de humo sutil tanto dentro como fuera de las estatuas: una ventaja.

Tres caballeros medievales pero en trajes ultramodernos se levantaron cuando entró Hathor, y se volvieron a sentar cuando entró Goreg detrás: La cortesía. Uno era Geb, en plan de arquitecto mala bestia constructor de montañas y de cordilleras; el otro, Bai, en plan de jefe del estudio de arquitectura; y el último era Sokari, con su inconfundible aspecto sempiterno de vampiro gordo. Lo de ser medievales y ultramodernos no se contradice, porque la realidad no está en las apariencias sino en la mentalidad: Se puede vivir en el siglo menos dosmil y tener mentalidad del siglos catorcemilquinientos, -eso se sabe-, y la ropa de la gente bien no la dicta la moda sino la comodidad y el gusto propio de cada.

Voy a ponerme más decente, dijo Hathor y se dio la vuelta, y al volver a estar de frente ya estaba vestida con una túnica preciosa de terciopelo azul, amplia por los pies y ceñida por la cintura, dejando al aire sus níveos hombros, y con un peinado de peluquería de varias horas y alguna que otra joya valiosísima. Goreg también se cambió allí mismo dándose la vuelta vestido ya de capitán de nave interestelar. Tomaron asiento en ambos extremos del sofá, pues Geb se sentó en el suelo por comodidad entre el sofá y la mesita, quizá para tener más a mano su copa de ron nectarizado y su cenicero. Hay que añadir que la mesa no era cuadrada ni rectangular, sino que era funcional y se ponía al alcance de quienes se sentaban, como una ameba que extiende su seudópodos.

Yo estoy dispuesto a todo, dice Sokari como siguiendo alguna conversación que los tres primeros en llegar tuvieran antes, ya que mi función en este tema es la absoluta; Te comprendo, responde Geb, que iba entonces de arquitecto, pero los planos... ¿Qué pasa con los planos? preguntó Goreg súbitamente muy interesado. Que están en la caja fuerte, dice Bai, y nadie tiene la llave ni sabe la combinación. Eso tiene fácil arreglo dice Hathor, ¿dónde está esa caja fuerte?

Aquí... dice Bai tímidamente, señalando con el dedo índice a un pequeño anillo de platino con un diamante solitario que había en la mesa. ¿En el anillo? No, en el diamante... Hathor se mordió el labio inferior entre avengonzada y pensativa.

Se sacó de la faltriquera unos alicates, pero lo pensó mejor y volvió a meterlos en su sitio. ¿No tendréis algun destornillador?, ¡pero qué tonta, cómo no se me habría ocurrido antes?, tomó el anillo y lo encajó en su dedo anular izquierdo.

¡Venga, suéltalos!, pidieron Geb y Bai a la vez, ¡saca esos planos!; Vale, pero sin sofocarse, ¿cuál queréis primero? ¡El de la contundencia de las estructuras básicas! rugió Goreg, ¡El de la sincronicidad de los espacios!, chilló Bai. Da lo mismo, dijo Sokari, el que primero caiga. Hathor sacudió la mano con el anillo, y no pareció caerse nada de la piedra, pero todo cambión instantáneamente.

M a n ú
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